lunes, 30 de noviembre de 2020

El sombrero del general, Jandey Marcel Solviyerte

A continuación compartimos la presentación de la novela El sombrero del general, escrita por el poeta bellense Jandey Marcel Solviyerte. La novela versa sobre la vida de un inquietante personaje de Antioquia: José María Córdova y fue ganadora de los Estímulos Unidos por la Cultura 2020, otorgados por el Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia y la Gobernación de Antioquia. Auguramos éxitos para esta novela y un severo disfrute para sus lectores. Así sea. 


PRESENTACIÓN: FIERA BELLEZA


Por Julián María Ospina S. 



El sombrero del general que da título a esta novela nombra un acontecimiento cómico: el momento en que, en el furor de la batalla, una bala atraviesa el sombrero de jipijapa de José María Córdova, militar nacido en Concepción, Antioquia, en el año 1799, quien participó y lideró batallas por la independencia de América y, especialmente, de Antioquia. Partiendo de este detalle circunstancial, asistimos al relato donde el espacio en que se desarrollan las acciones esenciales es un país en guerra que, no sólo se da bajo la forma actual de “proceso de paz”, sino que también se ha dado mediante otras terribles “pacificaciones” históricas que confirman la memoria de la guerra y su perpetuidad. En esa constante histórica se narra la vida de José María Córdova, como personaje principal, en las montañas de Antioquia y otros tantos territorios de Colombia, Venezuela, Perú, Guayana que en el siglo XIX libraron guerras por la Independencia —que hoy, a pesar de los héroes y del tránsito del Virreinato a la República, no deja de sonarnos falsa—. El rey y la reina cometen el genocidio más grande contra la humanidad en “nuestra América” y, sin embargo, “en este país que todavía huele a virrey, ese olorcito penetrante”, —como lo versifica Jaime Jaramillo Escobar— quedan aún palomas oscuras que quisieran partir el macizo y los Andes todos dividiéndolos entre indígenas y “blancos” con los mismos cuchillos con los que cometen las masacres o matan a sus grandes hatos. 

La presente novela revela la guerra en su desnudez humana. Es reflejo de que el hombre —como decía Whitman— no es sólo eso que se alarga entre el sombrero y los zapatos que, en el caso de José María Córdova, son los utilizados para las trochas por montañas, desiertos, páramos, océanos y selvas en una guerra por la libertad; en una guerra por la guerra misma en que se adivina un hombre a carta cabal, no el ideal sesgado que se maquinan cristianos solapados o políticos infames atrincherados en el centro. Y ni qué decir de ese otro ubérrimo demonio que vive en Rionegro en quien la “godarria” paisa ve un feligrés ejemplar, en tanto se niega a bailar con el Diablo de Riosucio, aunque sea un diciembre, alumbrados. 

A lo largo de la novela, José María Córdova, el protagonista, es también subalterno y se dibuja, en cambio, el carácter de otros renombrados generales como Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander, Antonio José de Sucre, Manuel Carlos Piar, José Antonio Páez, José Antonio Anzoátegui, Manuel de Roergas de Serviez, entre otros, con quienes el antioqueño se formó en las tácticas y estrategias que se jugaría en el arte ajedrecístico de la guerra más carnal y descarnada. La vida, nos dice el autor hablando de José María Córdova, “escuela de la guerra a muerte”… 

Destaca en José María Córdova la juventud, el arrojo, la disciplina, la belleza y la fiereza, el destino, la vocación y la entrega tenaz a la constelación cambiante del constante peligro a la que se arroja el héroe, según canta Rilke en la Sexta Elegía. Héroe que, en este caso, es José María Córdova, a quien el propio J. Marcel define como a un “huracán de potencias” o un “alma en llamas”. A los 20 años en nuestra época apenas sí sabrá el joven de sus funciones orgánicas u olvida la inmediatez de sus tareas domésticas y no sabe qué hacer o saber de su vida. Se le van en paja sus años maravillosos. Por el contrario, José María Córdova a esa edad ya ha ido más lejos que generaciones enteras de su época y la nuestra, poniendo corazón y vísceras, dando y quitando vidas, copulando con Eros y con Ares. 

Eso sí, hoy como ayer, de manera igual o peor de atroz, pervive la masacre de jóvenes por parte de ejércitos esclavos de las élites cuyas “causas” se convirtieron en cenizas u otros polvillos. Ejércitos cuya degradación los llevó a perder el sentido mismo de la tragedia, si es que alguna vez lo tuvieron. En nuestros días, a los generales de la “republiqueta” cuando mucho les alcanza para ser amigos de fiscales que echan cocaína en la mochila del ciego enemigo. Empero, también perviven fuerzas capaces de derrotar un día a la corona, derrocar el rey y transformar el reino de la “tierra madre y bravía”. Fuerzas en combate como es acá una literatura que no se arrodilla y en la que se sostiene enhiesta una fina sensibilidad histórica, antropológica, cultural, social, política, etc. que convoca la memoria, recurre al humor, se detiene en el erotismo y se despliega con rebeldía, gracia y poesía para revelar la vida de un hombre a flor de piel y de fuego; el capítulo de un país que el escritor parece contemplar como los dioses, quienes a carcajadas ven el mísero espectáculo y ritual de guerra que los hombres les ofrendan día a día. 

Como novela histórica, en la línea de la gran tradición de nuestra literatura, El sombrero del general no constituye un juicio de Córdova, ni una apología de los “patriotas” contra los “realistas”, ni es tampoco una disputa por la “fidelidad” de las fuentes historiográficas que pretenden siempre mostrar la camisa planchada y limpia de los “próceres” y no los coágulos de sangre y el pantano que traen pegados. En esta lucha de la escritura, en cambio, ambos ejércitos pueden quedar descabezados y expuestos en el absurdo de una guerra sin fin, de un “infinito morir”. Se trata, pues, de un retrato íntegro de la vida de un hombre cuyo temple lo condujo a sublevarse —aunque le costase la vida— contra “El Libertador” mismo cuando en éste se adivinaba ya al dictador. 

En homenaje a este hombre, José María Córdova, se ha dado nombre a departamentos, municipios, calles, hospitales, escuelas, batallones, aeropuertos internacionales, plazas y ahora le merece a Jandey Marcel una novela sobre este personaje que, no por ser de Antioquia se acomoda en la mentalidad estrecha y parroquial. Antes bien, “se lanza contra la altura”. De la misma manera, la novela no incurre en el regionalismo pacato y tiende puentes con guerras contemporáneas en las que, igual que nosotros los “bárbaros”, se devoraban los llamados “civilizados” de Europa. La novela misma permite entrever la “pólvora y penuria” en la que han estado hermanados los pueblos de Latinoamérica, en especial, Venezuela y Colombia. Cabe decir también que, a José María Córdova, la Universidad de Antioquia le consagró su “aeropuerto”. 

En fin, no es porque Jandey Marcel Solviyerte sea amigo mío (como es amigo de hordas de locos), ni porque la novela le haya gustado a los jurados que consintieron la calificación más alta para que viera la luz. Pero ante El sombrero del general, como ante Sombrero de Ahogado, Los derrotados, El mensajero y otros tantos grandes libros de estas montañas de Colombia, también me quito el sombrero. 

Como las musas la cólera del pélida Aquiles, canta Jandey las desdichas de la selva virgen, herida Colombia profunda. Canta. Ruge. Escuchen ustedes esta fiera belleza.

jueves, 23 de julio de 2020

RECUERDOS DEL LICEO MANUEL JOSÉ SIERRA, 2020

Así como las casas cuando están vacías se ponen frías, producen eco y comienza lentamente a caerse, las escuelas vacías podrían morir. De seguro, no es lo que va suceder a nuestro Liceo.

Al ir a recoger los trabajos correspondientes a primer período quise tomar unas fotografías que nos estimularan la memoria, que despertara recuerdos de lo que en esa planta física se ha vivido y seguimos viviendo. 

Extrañamos la escuela, su algarabía, su biblioteca, el sol matutino, en fin, pero son los compañeros a quienes más extrañamos, su sonrisa y calor humano. La escuela, más allá de las clases, es el encuentro con el otro, cuyo rostro, al decir de un filósofo, es quien nos da el mandato sagrado de "No Matarás". Cada uno de nosotros, único y diferente, es digno de vida y solidaridad. 
De la escuela a la que somos siempre bienvenidos todos tenemos una memoria... 

domingo, 5 de julio de 2020

LA MIRADA DE POLINICES


Por Alejandro Peña Arroyave, Yarumal-Antioquia

Los muertos – mendigan aún, Francisco. 
Paul Celan. Asís



Nikiforos Lytras. Antígona frente a Polinices muerto. 1865
Ante el cuerpo muerto de su hermano Polinices, se inca de rodillas Antígona para desoír la voz del rey y seguir el mandato de los dioses. El tirano Creonte había ordenado dejar sin sepultura a Polinices, traidor de la Polis, y que su cuerpo fuese devorado por las aves carroñeras. Se trata de una orden con una terrible carga simbólica, pues como lo dice el sabio Tiresias, significa matar otra vez al que está muerto. Antígona lo desoye y deja una fina capa de polvo sobre el cuerpo de su hermano cumpliendo con el ritual funerario. Después, la muy joven Antígona es conducida a la muerte, pues ya Creonte anticipaba aquello de que “dura es la ley pero es la ley”. El tirano prefiere el cumplimento de la ley al amor filial, elige dar la muerte antes que comprender la piedad y el amor. 

En medio de la crisis que vivimos por la pandemia del Coronavirus, desde nuestros rincones a los que nos ha retirado el miedo o la precaución, vemos con estupor a través de las pantallas —que se han convertido en nuestras ventanas— imágenes de cuerpos abandonados en calles de diversas ciudades del mundo. Las imágenes son duras y sin duda llevan a los vivos a reflexionar. Ha sido el filósofo italiano Giorgio Agamben, por lo general atento para poner el dedo en la llaga, quien ha llamado la atención sobre la relación de esto con la Antígona de Sófocles. Agamben sólo sugiere la relación, no la desarrolla por completo. Pareciera que nos deja la provocación, la tarea. ¿Pueden, efectivamente, interrogarnos en lo más profundo las imágenes de cuerpos abandonados, insepultos, en la calle? ¿Puede interrogarnos aún la mirada de Polinices muerto y abandonado por el capricho del tirano sobre la dura tierra sin sepultura? ¿Quiénes son los muertos que vemos abandonados en la calle? ¿De quién son esos muertos, es decir, a quién miran interrogativos? 

Nos miran a nosotros que, atrincherados en la ley y el miedo —o en la ley del miedo—, los dejamos insepultos, abandonados. En la pandemia, todos los muertos son nuestros. Por ello todos los cuerpos abandonados en las calles nos miran y nos interrogan por igual. Pero la ley y el miedo que llevan a la indiferencia se fundamentan en lo que significa la vida para nosotros. Nos encerramos supuestamente por cuidado a la vida, pero en realidad estamos en un momento histórico —y dura ya demasiado— que desprecia la vida. El abandono de los muertos en la calle tiene como argumento la prevención del contagio de los vivos, pero en realidad tal abandono se fundamenta en un desprecio de la vida. Ese desprecio se ve en lo que representan quienes están muriendo en esta pandemia. 

Fotografía: Julián Ospina
Si bien es cierto que no se trata de la totalidad, la gran mayoría de los muertos son ancianos. Sabemos que para el capitalismo, es decir, para la cosmovisión que gobierna desde hace varios siglos todos los aspectos de la vida —y naturalmente de la muerte— los ancianos no tienen gran valor porque ya no son productivos en términos económicos. Como nos lo enseñaron los filósofos de la Escuela de Frankfurt, para el capitalismo es racional lo que produce, por tanto, aquello que no es productivo no es racional, es decir, desechable. En este contexto, se ha expresado, desde los gobiernos con el capitalismo más altamente desarrollado, la relativización de la gravedad de la pandemia precisamente porque, para decirlo de modo directo, los que mueren son viejos. ¿Quiénes son estos viejos? Son los despojos del capitalismo. No sólo porque ahora lo sean de la manera más hiriente, arrojados a la calle, tras ser elegidos en los hospitales para morir, sino porque siempre lo fueron. El capitalismo desprecia la vida, pues su relación con ella es utilitarista. Por ello el progreso se ha edificado sobre la destrucción. Los viejos arrojados a la calle, son y fueron siempre despojos del capitalismo que, como ahora no son productivos, se desechan literalmente a la basura como los aparatos cuando ha terminado su llamada vida útil. También para los seres vivos el capitalismo tiene su obsolescencia programada. ¿Y nosotros? Despojos también. No en el futuro, sino ahora. Seguimos los mismos pasos de nuestros viejos, de nuestros muertos. Rehusamos su mirada no sólo porque nos recuerden nuestra condición mortal, sino porque, acaso, nos señalan de qué modo somos también los despojos vivientes de un sistema enfermo y macabro. 

W. Eugene Smith. Velatorio español. 1950. Tomada de internet
El poeta Rainer Maria Rilke decía que cada uno muere como ha vivido. En ese sentido hablaba de la muerte grande, la que es amiga de la vida y es entrega, no miedo. Nos gobierna el miedo y éste se usa para despreciar la vida. Los muertos insepultos son el despojo palpable y visible del capitalismo. Los viejos que mueren han sido explotados hasta el extremo. ¿Qué son nuestros viejos? Es decir, ¿qué significa ser viejo en el capitalismo? Significa ser un despojo e interiorizar esa aseveración. Así, los viejos saben que ya no sirven para nada. Pero antes de morir, su vida es alargada artificialmente y administrada por enfermedades crónicas funcionales a la industria farmacéutica. Nuestros viejos son enfermos crónicos que en su cuerpo han sido explotados hasta el último momento y cuando se convierten en una carga, como lo han sugerido los acérrimos militantes del capitalismo, entonces conviene que mueran. Pero tal forma de morir y de vivir es indigna. Como lo ha dicho Nietzsche, en nosotros la vida se hace indigna, pues no sabemos morir a tiempo. Queremos prolongar la vida como sea, pero ello no es digno, es precisamente aceptar un residuo de vida. Con esos residuos y ese miedo juega y se nutre la visión capitalista del mundo. Morimos indignamente. Lucie, personaje de Muertos sin sepultura del filósofo Jean Paul Sartre, lo expresa profunda y bellamente: “He visto morir a los animales y quisiera morir como ellos: ¡en silencio!”. 

Pero no morimos en silencio. Lo hacemos en medio del ruido, arrojados a la salas de hospitales y en la agónica espera a la que nos condena la burocracia de la muerte. Pero, sobre todo, morimos en medio del miedo. Aceptamos que nos prolonguen la vida por medios artificiales porque tenemos miedo. Aceptamos un residuo, porque no hemos visto la dignidad de la vida. Despreciamos la vida porque estamos amoldados a un sistema cuya base es el odio y el desprecio a la vida. Ese desprecio lo hemos interiorizado. Nos tratamos a nosotros mismos y a la vida como el capitalismo quiere que nos tratemos. Nuestro miedo tiene como principio la mala conciencia, pues en el fondo sabemos que vivimos de manera indigna. Intuimos que esto no es la vida, que debería ser de otro modo. Tememos a la muerte porque sabemos que realmente no hemos vivido todavía. 

Nuestros muertos en las calles nos llaman. Como lo ha dicho Sartre en El ser y la nada, todo gesto ante la interrogación de los muertos es una respuesta. Si actuamos con indiferencia, entonces esto es, para los muertos, un “re-morir”. ¿Estamos matando dos veces a nuestros muertos? Como sociedad estamos siendo consecuentes con lo que bien hemos aprendido, es decir, con la visión instrumental de los otros. ¿Dónde está la Antígona que sepulte a estos muertos? ¿Dónde está esa visión amorosa? Desprevenidamente podríamos pensar, en la Iglesia, allí está el amor. Allí está el cuidado del prójimo en tanto hermano en Cristo. Pero en la Iglesia no está el amor. En su lugar está el interés de una próspera empresa del capitalismo. Allí el amor que profesó Cristo, como Antígona, en oposición a la dura ley, ha sido desterrado y cambiado por toneladas de oro que se acumulan en los sótanos del Vaticano. Nuestros hermanos en Cristo mueren de hambre, pero la Iglesia piensa en sus toneladas de oro. El Papa, que por una negra ironía se ha dado el nombre de Francisco, les da palabras de aliento. Bellas palabras y no se duda del valor de las palabras, pero contra el hambre sigue siendo más efectivo el pan. Cristo multiplicó el pan antes de dar sus profundas enseñanzas. En la Iglesia no se puede mirar para buscar el amor. Cristo ha sido asesinado en la Iglesia, porque el mensaje del amor, como hemos visto, no es compatible con las empresas capitalistas. 

La indiferencia hacia nuestros muertos es sobre todo no querer llevarlos en la memoria. Decía Søren Kierkegaard en uno de sus Discursos edificantes que la más bella obra de amor es recordar a los difuntos. Recordar aquí es no sólo conservar en la memoria, es también el cuidado amoroso y simbólico del que se va. El ritual y su tiempo de reflexión y despedida es también un modo de celebrar la vida, pues el duelo, por doloroso que sea, implica eso: tomarse tiempo para agradecer, pensar quién es el que se va y en sus obras. Pero que los cuerpos sigan en la calle ante nuestra indiferencia dice mucho de nuestro desprecio por la dignidad de la vida y lo poco en que tenemos a los que se van, pues son, como queda dicho, despojos. Nos refugiamos en el olvido. Y de ello acaso es cómplice la velocidad en la que parece estamos atrapados. Probablemente mañana esas imágenes de los cuerpos insepultos en las calles ya no nos digan nada. Pasaremos a otra cosa. 

Fotografía de Juan Rulfo. Tomada de internet
En Luvina, relato de Juan Rulfo, un profesor que va con su carga occidental y racionalista a convencer a los viejos para que dejen el pueblo, pues se trata de un cerro estéril en el que se muere de calor, o de frío, o de hambre —o de las tres cosas al mismo tiempo—, recibe por respuesta: “pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.” Los viejos de Luvina, como Antígona, no obedecen a la ley de la razón instrumental y dominadora, sino a leyes no escritas de la piedad y del amor. Las leyes de la vida que, naturalmente, entienden en toda su dimensión el valor de la muerte. Si olvidamos a nuestros muertos entonces caemos en nuestro propio olvido. Probablemente por nuestra mala conciencia, queremos ese olvido de nosotros mismos olvidando al otro. El desprecio de nuestros muertos es el secreto desprecio de nuestra forma de vida. Pero esto es algo todavía inconsciente y por ello mismo se expresa de la peor forma: en el desprecio del otro. Sin embargo, no evitamos que la muerte del otro sea también nuestra muerte. Con ese desprecio sólo logramos evadirnos de nosotros. Si este es un tiempo propicio para un cambio, entonces tendríamos que enfrentar eso despreciable que somos y desesperar por completo. 

W. Eugene Smith. Soldado americano herido rezando. 1945.
Antes de ir a la muerte, Antígona dice al tirano Creonte: no estoy hecha para el odio sino para el amor. El discurso del capitalismo se basa en el odio y por eso no tiene dilemas éticos. Es consecuente consigo mismo, pues como dice el poeta Bertolt Brecht, en nuestra época sólo el mal es consecuente. Pero nos queda el mito y su poder simbólico. Acaso un resurgir en el que, como sugiere Horacio González, es significativo que Antígona represente la posición femenina. Nos queda el nunca puesto en práctica Sermón de la montaña. Allí hay señales de una relación de cuidado y amor. Tal vez sea esta la ocasión para revivir una corriente subterránea acallada por la dura ley: revivir el amor hacia todo en una relación de respeto basada en leyes no escritas. Una forma nueva de comunidad o, como lo ha dicho recientemente Peter Sloterdijk, de coinmunidad. Una relación no tiránica ni violenta con la vida. Pero Polinices sigue insepulto en el cuerpo de nuestros muertos. Desde allí nos mira y nos interroga con las palabras de Antígona: ¿estamos hechos para el odio o para el amor?

Nota: Ensayo ganador en la Convocatoria Especial de Estímulos “Unidos por la Vida” 2020, Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia

domingo, 9 de febrero de 2020

NO MATEN PROFESORES: TRES IMÁGENES DE LA ESCUELA


Mercaderes de cualquier tipo: de la política y las sociedades anónimas de las empresas electorales, mercaderes de la información, de las armas y de la droga, mercaderes del miedo y de la norma. ¿Será todo esto el Estado, el estado de violencia, de violencia y guerra que alcanza, incluso, la cotidianidad de la escuela?

Ilustración del estudiante Stiven Rodríguez
Sea lo que fuere, cabría aclarar, que estos juguetes no son propiamente tareas que pongan los profesores. La ilustración es, más bien, la manifestación sensible de un estudiante consciente de la violencia contra la protesta. La escuela, señores mercaderes, no enseña la violencia. A veces ella apenas llega a ser la pared donde un miedo se fuga. 
Es un territorio en conflicto, sí, pero procura preservarse como "territorio de paz".  Conflictos cuya raíz, a menudo, se encuentra en las familias fragmentadas y diversas. Señores asesinos por qué no piensan en la familia un poquito, en la dignidad de cualquier vida. ¿Quién que no se deba un profesor, a un maestro, aseveraría que ellos son un blanco legítimo de la violencia, de la maldad?
Docentes amenazados de muerte en El Salado, Carmen de Bolívar, atentado contra un representante de los educadores, asesinato en Tolima de una profesora, incertidumbre en algunas instituciones educativas del Bajo Cauca. Son apenas algunos sucesos ante los cuales viene bien preguntar: ¿Qué proyecto educativo tiene una sociedad y una cultura que asesina a sus profesores, una clase política que no siente y consiente estos hechos? ¿Gobierna el diálogo? ¿Cuál es el “centro”? ¿Qué es lo “democrático”? De momento, y mientras cuestiones de ese talante obtengan para con la escuela una respuesta responsable, decimos finalmente, "no maten profesores". Ellos también tienen hijos en escuelas, ellos reciben niños y jóvenes de madres y padres de familia a quienes, mal que bien, la escuela les escucha y les ayuda mientras sobreviven con angustia. No maten profesores, ¿sí?. Ni a nadie, por favor y gracias.

miércoles, 29 de enero de 2020

EL LICEO "EN GIRA LA LECTURA: FIESTA DE LA LITERATURA LOCAL, 2019"

En el marco de Gira la Lectura, Fiesta de la Literatura Local realizada en agosto de 2019 por la Biblioteca Municipal Alberto Aguirre los alumnos liceístas, animados por el proyecto de Filosofía, participaron en uno de los talleres literarios que conformaban la programación de la Fiesta. Orientado por el politólogo Carlos Orlas y acompañado por el músico Bernardo Durango, los estudiantes -ya egresados- jugaron en equipo a sentir la sinestesia y crearon diversos textos de los que son muestra los que, a continuación, compartimos:

lunes, 20 de enero de 2020

FRUTO Y TESTIMONIO DE UN ENCUENTRO CON EL ESCRITOR

A finales del 2019 y en articulación con la Biblioteca Municipal Alberto Aguirre de Girardota el área de Filosofía y su apuesta literaria en la I. E. Manuel José Sierra realizó el encuentro con el escritor y periodista bogotano Juan Miguel Álvarez Ramírez.  Fruto y testimonio de este encuentro ameno fueron, entre otros, los textos que a continuación compartimos. Por razones de respeto a la intimidad, los textos I y IV, escritos por mujeres, los publicamos con seudónimos. El encuentro se realizó con el grado 11, ya egresado: 

Y ASÍ CULMINA...

Por Juan Carlos Henao Torres , 11° Luego de una ardua lucha, donde nuestro pensamiento vagaba en busca de una respuesta hacia un resultado f...